Siempre hablan mal de nosotros, dice Juan Aguilar. Los acusan de excavar en las orillas del río y de amenazar la seguridad de los pobladores de Santa Cruz de la Sierra. “La gente cree que nosotros, los dragueros, llevamos una vida fácil. Que solo sacamos arena del río y la vendemos”.
No está equivocado el criterio de este jefe de una de las 150 familias que viven de la arena y de las escasas piedras que llegan con los turbiones del Piraí. Estos obreros están distribuidos a lo largo de la cuenca desde El Torno, pasando por La Guardia, Santa Cruz de la Sierra, Warnes hasta Montero. Forman el primer eslabón en la cadena de trabajo que está dando un rostro de cemento a estos centros.
SEIS HOMBRES POR MÁQUINA
Son las 9:00 y en el lecho del río, entre uno y tres kilómetros del barrio, diez dragas están haciendo su trabajo. Una draga es un motor enchufado a una hélice que aspira agua y arena. Esa mezcla sube por un tubo hasta una zaranda, que está colocada a cuatro metros de altura. Un armazón de troncos la sostiene. Ahí se separan la arena, la arenilla y el ripio que se acumulan al caer.
Fabio Mendoza está reparando el tubo por el que circularán el agua y la arena. Tiene 53 años, pero luce un abdomen plano y sus movimientos son ágiles. Los cinco hombres restantes que integran el equipo están atentos a lo que hace. Las órdenes son simples y breves: “Suspendé el tubo”; “Traé un embudo”. Con el embudo, vacía el diésel de un galón a otro. Han aprendido que ese combustible, en Bolivia, tiene muchas impurezas.
Concluido el trabajo con los tubos, tiene que concentrarse en el motor. “Casi siempre son de micro Coaster”, comenta, aludiendo al vehículo más usado en el transporte público. Es frecuente que algunos motores descartados por los transportistas vayan a parar, después de ser reacondicionados, al río. El motor cuesta menos de $us 2.000, pero con las adaptaciones, la bomba de agua, la zaranda y las mangueras, alcanza los 7.000. Con este equipo el draguero debe hacer algo que causa molestias a los bañistas, excavar en el lecho hasta encontrar agua. No hay que cavar demasiado, porque el manto freático (el agua) está a poca profundidad. Si el pozo se llena demasiado, una motobomba se encarga de mantener el nivel hasta media pierna de los obreros.
LOS HUESOS QUE PROTESTAN
Parece que Roberto Aguilar sonríe constantemente para compensar sus dolores. Tiene 23 años pero sus huesos quieren convencerlo de que tiene 70. “Empecé a venir al río cuando tenía 12”, cuenta. A ver, saque la cuenta, dice, son ya 13 años descalzo, en medio del agua y aguantando surazos. Bastan unos minutos para darse cuenta de que utilizar equipos para protegerse de la humedad es casi imposible.
Cuando llega el frío, algunos se ponen botas de goma, pero la arena suele introducirse y en algún momento, los granitos empezarán a despellejar la piel por el roce con la goma. Lo único que se puede utilizar son gorras. Pocos utilizan sombreros, que el viento suele arrebatar al menor descuido. Por eso prefieren cubrirse la cara con alguna polera. “Si llueve, tampoco podemos usar impermeable, porque estorba cuando uno palea”, comenta otro de los entrevistados. “También están los sabañones y los hongos”.
A las 13:00, las esposas de los dragueros llegan con el almuerzo y varios niños, que rápidamente se ponen a jugar con piedras y arena. Es lo que hacen en vacaciones. Mientras comen, cuentan: “Lo que más nos molesta son los riñones. Duele la espalda, porque uno tiene que trabajar agachado todo el tiempo”, comenta.
Trabajo. El botapiedrillas es el aprendiz de draguero. Nunca usan guantes. Deben aguantar hasta que se formen callos.
Todo el que llega por primera vez a trabajar en un equipo de dragueros recibe el nombre de ‘botapiedrillas’. Mientras la draga arroja piedras, él tiene que separarlas para que no se mezclen con la arena. Pasan varias horas de pie, inclinados. Tampoco pueden usar guantes para arrojar las piedras, porque el cuero les impide tomar con precisión las más pequeñas. Tienen que trabajar con cuidado hasta que se forme el callo en las manos.
Tampoco es fácil pasar la jornada recibiendo los latigazos de la arena y las piedrecillas. “Por eso le digo a mis hijos que estudien. Que no sean dragueros, como su padre”, comenta Juan. Roberto no piensa, por ahora, en cambiar de ocupación. Tiene que “aguantar nomás” los dolores de hueso con un poco de mentisan y algunas fricciones con alcohol. El trabajo lo distrae del hoyo inmenso que dejó la muerte de su hijo de dos años.
EL BAILE DEL AGUA
No solo hay dragueros en el río. También hay tractoristas. El draguero Víctor Moya indica al operador de una enorme topadora dónde quiere aplanar el terreno. De pronto, la enorme máquina parece hundirse y el motor ruge para salir de su prisión.
Bajo el suelo hay una bolsa de agua. El tractorista desciende, observa el suelo y comienza a bailar. ¿Qué hace? “Ayúdeme”, responde, mientras explica que se debe zapatear encima del bolsón de agua. Los movimientos parecen el zapateo de un mal bailarín. El suelo parece un colchón de agua. “Ya va a reventar”, anuncia el tractorista, y segundos después, se abre un pequeño agujero y del suelo surge el líquido a borbotones; luego, mana por otro hueco, y otro. El agua ha salido y la superficie queda compacta. Todo el trabajo del tractor no pasa de media hora. “Eso cuesta 50 bolivianos”, explica Moya.
El dueño del tractor tiene también una volqueta. Según los dragueros, son los volqueteros quienes más ganan con la venta de la arena y del ripio. En el lecho del río, doce cubos de arena cuestan Bs 100. Esa es la carga que puede llevar una volqueta. Jorge Soliz, conductor de una volqueta, explica que esa carga costará alrededor de Bs 300, o más si la distancia que debe recorrer el vehículo es mayor.
El obrero sonríe satisfecho si logra reunir 12 cubos de ripio en un día. El trabajo es más duro, pero se cobran Bs 1.000 por una volqueta. Después de reunir la carga, es necesario contratar una pala cargadora para revolver las piedras, mientras se les arroja un chorro de agua para que salgan los palos. “Si el ripio llega hasta la obra con muchos palos, lo rechazan. Es más trabajoso, pero se cobra más”, cuenta Eusebio, que trabaja desde hace dos años en el Piraí.
En La Guardia, Carlos Pinto recuerda que antes de 1990 no había dragas. Se cernía la arena y el ripio a mano, sin zarandas mecánicas. Pinto es uno de los primeros que empezaron a trabajar en la zona de La Guardia, municipio que basa gran parte de sus ingresos en las contribuciones de la explotación de áridos. “Ahora somos unos 120. Han llegado muchos del interior, pero los collas se enferman”, cuenta. En los meses buenos, se puede reunir hasta 1.000 bolivianos, pero ahora la demanda de arena y ripio ha bajado porque hay poco cemento. “Pagamos 70 bolivianos por jornal. La comida se paga aparte”, explica.
En los meses de lluvia se gana poco. “No tenemos feriados. Los únicos días de descanso son los de lluvia, pero cuando hay crecida. Venimos a la playa, miramos el turbión y nos volvemos. Son feriados forzosos”, dice riendo.
¿Y cómo saben cuándo llega el turbión? “Es clarito. Por allá se pone negro”, dice señalando el cielo en dirección de Samaipata. También llaman a los amigos de El Torno o Samaipata, porque a veces el sol está fuerte y de repente llega el agua, que arrastra los motores. Son $us 7.000 al agua. “Hay que escapar”, cuentan.
El caos en Warnes impide cuidar bien las orillas
Según el Comité de Vigilancia de Santa Cruz, son pocos los problemas que causa la extracción de áridos en el municipio. En Porongo (donde hay muchas dragas en las orillas), el problema se concentra en la patente municipal anual de Bs 250 por hectárea, que ahora quiere incrementarse a Bs 3.000.
En Warnes no se habla mucho de los cobros, pero sí de los peligros de la extracción. Es un problema que conoce de cerca el secretario general del Comité de Vigilancia, Alí Zabala, con quien EXTRA recorrió la zona del río que corresponde a ese municipio. Cerca del barrio Terracor I se ve todo el segmento de la ribera, y, a unos dos kilómetros, el límite del municipio de Santa Cruz.
Una barranca de tres metros lo protege de las aguas. En cambio, al empezar el límite de Warnes, la barranca desaparece y queda una ribera cubierta de árboles. Bueno, ya no tan cubierta, porque Alí Zabala y Martha Medrano, vicepresidenta del Comité de Vigilancia, muestran cómo varios árboles, única protección contra la arremetida de las aguas, han sido talados por los dragueros. Se debe aclarar que son un grupo muy distinto del que trabaja en Santa Cruz.
Hay varias irregularidades que ni el Comité de Áridos ni el municipio solucionan en este lugar. Los dragueros no tributan y tampoco respetan el área de protección, que es de cien metros a partir de cada orilla. Como una ironía, hay un letrero que advierte del peligro de las pozas, colocado a cuatro metros de altura, semiescondido por el follaje. A diez metros, un par de cruces señala el lugar donde murieron los niños Javier Quintana y Edelmiro Palma, uno ahogado en una de las muchas pozas y otro atropellado por una volqueta. Esos peligros obligaron, hace unos meses, a protestar a los vecinos.
La información tampoco es clara. El Comité de Vigilancia ignora cuánto se cobra por la patente anual o por las concesiones de explotación. Es un municipio conflictivo, y los encargados de los cobros son quisquillosos, lo que despierta sospechas en el Comité. El municipio no ha informado cuántos camiones entran ni cuál es la superficie de las concesiones.
A veces no hay tiempo para recoger el motor, y en ese momento, 7.000 dólares se van, literalmente, al agua. A Víctor Moya le ha sucedido dos veces. Por eso, insiste a sus hijos que estudien. Como dice Fabio Mendoza: “Así podrán al menos trabajar bajo techo”.
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